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[Una de símiles ferroviarios]

jueves, 23 de septiembre de 2010.

El tren acababa de partir. Y yo, iluso de mí, creí que aún me esperaba en el andén.

El impenetrable silencio escondido bajo el murmullo de los viajeros que corren de aquí para allá, ansiosos por no perder su oportunidad de escapar, de huir del vacío. Entre toda esa prisa me encontraba yo, inmóvil, en blanco y negro bajo un vendaval de colores. Aún no los habían perdido. Y sonreí, como el que contempla a sus semejantes con la certeza de que el destino nos aguarda con el mismo final para todos.

En el centro del caos, mi figura impertérrita, capturada en el mismo instante de la pérdida. El tiempo ralentizaba su marcha a mi alrededor. Una efigie anquilosada en el recuerdo, sin más. El bullicio aún corría en busca de su propia nostalgia futura, ajenos a la calma, veloces corredores de sueños aún borrosos. Desenfoca, aléjate. Las esperanzas se ven mejor con distancia de por medio. Bonito contraste.

Las imponentes máquinas esperaban a los pasajeros entre una nube de vapor y despedidas. Azul metálico con sabor a adiós. Me acerqué a aquel tren que parecía ser ajeno a su papel de transporte entre decepciones e ilusiones, portador de almas fugitivas y disconformes. Posé mi mano sobre el acero. Frío. A mi espalda, una pareja se abrazaba por última vez. Pude notar la inconfundible sensación de deseo. Los cuerpos sobraban y cada uno intentaba en vano respirar la esencia del otro, llevársela incrustada en su ser, devolver a su sitio lo que un día formaba un ente incorrupto. Pero ella se irá en este tren, y con ella, un trozo de su alma partirá para siempre. A través de los cristales se mirarán a los ojos y contemplarán en las pupilas esa parte de su ser que se separa de sus caminos. Y al perderla de vista, el se verá acosado por el vacío, como una ventana rota por cuya grieta se cuela el relente y la escarcha. Sentirá frío, sus músculos se entumecerán, y sus labios oscuros jurarán no volver a separar nunca más su esencia ahora incompleta. Hasta que otra luz regale un poco de calor a su cuerpo, otros senos se ofrezcan a darle cobijo y, en un proceso tan cruel como mágico, tan especial como corriente, su alma vuelva a estar reparada con el trocito de sol que se abrió un claro entre sus nubes. ¿Cómo podía ser de otro modo la sensación al tacto de un componente tan vital en tan fatídica historia?

Volvía a mi andén ahora vacío con esta reflexión rondando mi cabeza. La rabia arañaba mis entrañas. Yo, que conocía tan de cerca el peligroso ir y venir de las mareas, ese juego inquieto, esa melodía dulce y traicionera; que escuché el canto de las sirenas una y otra vez, y una y otra vez me vi arrastrado por las corrientes. ¿Cómo podía haber cometido el mismo error? Alcé la cabeza. Todavía se podía ver el rastro de mi vagón fundiéndose con el horizonte, zigzagueando, camino de un edén al que ya no estaba invitado. ¿Cómo pude haber perdido el tren de nuevo?.

Sólo tenía una oportunidad para viajar, para abandonar aquella estación de los locos. Tenía mi billete en una mano, mis maletas en la otra, pero aún me asaltaba una única duda: no sabía si tú me acompañarías en aquella travesía. Y la indecisión fue la peor compañera de viaje: dejé las maletas en el vagón, pero mi cuerpo se quedó en tierra. Pensaba que aquella mole de hierro y humo seguiría allí para siempre, esperando eternamente a mi decisión. Pero siempre has sido fugaz, pequeña. Efímera. Y el tren se marchó, cuando quise darme cuenta de que tú ibas en él, rumbo a otros atardeceres, otra pluma de pies ligeros y fría piel.

Y yo, iluso de mí, creí que aún me esperaba en el andén.

Fugaz y efímera. Allí, solitario entre el caos, desdibujado y borroso, alcancé a ver tus ojos detrás del cristal del vagón, y vi reflejado en ellos a aquel joven que perdió un trozo de su propia esencia entre el traqueteo del destino. Y mientras, la muchedumbre corre desesperada en busca del tren que aún sigue esperándolos, en busca de los colores que la vida aún no les ha usurpado.

Corred, muchachos. No sigáis mi ejemplo. Yo me quedaré aquí, esperando una nueva oportunidad para abandonar esta estación de locos. Vaya, empieza a llover de nuevo...
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viernes, 10 de septiembre de 2010.
Fue una primavera linda, princesa, y lo sabes.

Demasiado vértigo cuando contemplábamos juntos a las flores sobreponerse a un invierno áspero y gélido. Aguantamos la respiración en espera de la lluvia de Mayo, pero el verano calmó nuestras ansias otoñales y con él, se fue el color en mis nuevos versos.

Flores de cartón, nieve de mentira, y mucho, mucho viento.

Tengo demasiadas teorías y ninguna se asemeja al vendaval de desidia que hizo que lo nuestro se me escapara como arena entre mis dedos, como las hojas que por pura inercia, o por designios de la naturaleza, forman un festival de tonos ocres y dorados, aquel paisaje que tanto añoramos pero nunca llegó.

Y justo cuando mi mundo volvió a ser en blanco y negro, justo cuando el calor de mis brazos se volvió tibio, escuché aquella canción.



¡Qué tonto! ¡Si nunca hubo nada!



Y justo cuando una de mis numerosas debilidades me volvió a instar a que pensara en ti, justo en ese mismo momento, volví a escuchar aquella canción.

Espero, princesa, que no te pongas celosa. No eras tú esta vez la destinataria de mis recuerdos, ni era nuestra historia la que resultaba sospechosamente relatada entre acordes.

Somos jóvenes y tendemos a creer que cada situación es única y no se volverá a repetir. En nuestra ignorancia, pasamos por alto que cada persona sigue unos patrones ya predefinidos, y aunque digan lo contrario, es muy fácil caer dos veces en un mismo error. Somos animales guiados por nuestro instinto. Somos marionetas casi idénticas en un inmenso circo, con la salvedad de que somos nosotros mismos quienes podemos reescribir el guión.

Y así, volví a sentir el pinchazo de quien se siente identificado por segunda vez, de quien es consciente de que sus tropiezos son compartidos y fáciles de cometer. Aun así, sabiendo que al fin y al cabo siempre llega el invierno, no me arrepiento de nada. Porque fue tan bonita la primavera, y lo sabes...

Recé por tus besos en cada alborada...
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