Maldita Brox

miércoles, 17 de agosto de 2011.

Entré a la piscina con la lección aprendida: no era nadie.

Así a simple vista no parece ninguna hazaña heroica, pero lo es. Todos nos sentimos protagonistas en mayor o menor medida de nuestra película. De camas y cigarrillos, de putas y gánsteres o, simplemente, algún tópico americano exprimido en un lavabo al azar de lo más recóndito de Texas. Da igual. Todos albergamos ese 1% de esperanza que nos obliga a creer que el universo orbita entorno a nuestra polla. Luego vamos al espejo y vemos lo que queremos ver. En ese momento, ni siquiera pensaba lo que quería pensar.

Mucha niña mona, pero ninguna sola. Los instintos volvían a su lugar primigenio. No está mal.

Cloro hasta en la ducha, lo pasaré bien. Mi creatividad volvía a estar por los suelos. También volvía al sitio que le pertenece. Empezaba a tomar las riendas. Hasta las más hilarantes metáforas sobran cuando eres un chaval imberbe que hasta ahora se creía el centro de las miradas. El mundo colapsado en aquel camping de jipis y yo, distraído. Demasiada pareja acaramelada para mi salud mental, me dije. Ya habrá tiempo para volver a chapotear. De cabeza al agua.

Hasta aquel momento las vacaciones pasaban en una suerte de rutina recién establecida, como el más sencillo de los mecanismos asumidos inconscientemente. Me dejaba llevar y la guerra civil en la que se veía imbuida mi vida pasó a un segundo plano, sin llegar a desaparecer completamente. Sabía que seguía ahí, pero mis sentidos, narcotizados por la playa, la ausencia total de responsabilidad y la ingente cantidad de pivones que desfilaba para mí en aquel paraíso de juventud eterna, bikinis prietos y meses sin mojar, no alcanzaban a interactuar. Y aquella piscina seguía abarrotada de parejas. Cada una con su historia, sus apelativos cariñosos en la cama, antes, durante y después, sus juegos de manos, su mundo. Cuando te sumerges en una piscina desconocida, lo único que te mantiene allí, nadando con la gracilidad de una ballena varada, es la aclimatación a la nueva situación. En mí, el proceso se estaba llevando a cabo inversamente. No me sentía el rey del mambo. Estaba empezando a darme cuenta de mis gilipolleces que, conjuntadas, daban de mí una imagen medianamente decente, como los grupos de chicas juzgadas cada noche de jueves en la White. La cara de estreñido al reflexionar, la falta de experiencia, de agallas, de sensibilidad. Lo único que evita que pienses por qué no te aburres en aquel caldo lleno de arrumacos cuando tienes uno parecido debajo de tu casa que no pisas es que aquella improvisada sopa de amor era terreno salvaje.

La puñalada me alcanzó por detrás. Algún anarquista del Ejército Rojo rasgó el velo que lo separaba de la realidad. Cuando empiezas a verte como un subnormal más rodeado de subnormales en el peor lugar para perderse, en vez de cómo un Ulises de pacotilla enfrentándose a su trágico destino (y a las furiosas olas generadas por Neptuno montado en colchoneta), todas las piezas del puzle para menores de cuatro años encajan.

Ojalá ella estuviera aquí.

Minutos antes de la certeza, yo seguía pasando el verano a base de anfetaminas. Volvieron los recuerdos. Cuando uno de ellos duele, la mayoría de las personas suele cerrarle la puerta hasta que un buen día, quedan para tomar un café, y el recuerdo se ha casado y tiene hijos y todo sigue como debería. Pero ese no es mi modo de actuar. Abro la puerta, el recuerdo entra y me folla por el culo. El día siguiente el recuerdo vuelve a llamar, y yo abro la puerta y me pongo de rodillas, esperando que esta vez la experiencia sea menos traumática. Y así día tras día. Estaba en la piscina del que parecía ser la residencia de verano de Afrodita, apretando los dientes y esperando mi ración diaria de sexo anal. Desgarrador, como siempre. El análisis no tardó en llegar. Aquello que decía Sara, que echamos en falta la situación, el estar emparejados en vez de contar cada minuto sin tocar su piel, nunca me había parecido que tenía sentido. Hasta ese momento. Contemplando a aquellos chuloputas aferrados insidiosamente a sus novias –Dios quiera que imbéciles-, reconocí que era una variable que merecía ser incluida. Volvieron a aparecer los jugadores habituales. Merecía la pena, sí, no. El origen del dolor. Sus gracietas, su cuerpo de sirena encima del mío. Pasillos eternos y puertas cerradas. Tal vez si buscara a alguien. Tal vez si la dejara ir. Todo se fue. Intenté retenerlos. Se disiparon. Las palabras se clavaron. Trozos del espejo roto.

Ojalá ella estuviera aquí.

Pasaron a mi lado un grupo de chavales. Maldita Brox. Ojalá ellos estuvieran aquí.

Todo mi mundo, todo el silencio, la rabia y los celos, reducidos a una única expresión. Todo lo que no fuera aquella frase carecía de sentido y de razón para existir. Toda esa mierda espiritual y sentimental había servido para darme cuenta de que seguía en el pasado. Cuéntame algo que no sepa. Una sola frase. La causa y el efecto, reunidos en 25 caracteres.

Ojalá ella estuviera aquí, haciendo un ángel en la arena, corriendo al agua para limpiarse, pelearse con las olas y reír. Ojalá yo estuviera allí para verla desde la orilla, correr a su encuentro y, durante un puto instante enganchado a su cuello, no pensar. Ojalá no escribir, convertido en un perdedor sin vaso de ginebra. Ojalá el invierno hubiera durado un poco más. Sólo unos meses, los suficientes como para ser libres o para poder desvestirla de un gesto y sin bufandas de por medio. Reír. Cómo se hacía eso, me cago en mis muertos. Ojalá pudiera vivir y no dedicarme a contar historias de cuando lo hacía, con la media sonrisa y la sangre de uñas clavadas, en cualquier chino donde los peores secretos son revelados.

Subí por la escalerilla. Me sequé. Todo volvía a estar como siempre, pero antes de que Skan volviera a recuperar el trono de la presuntuosidad, le dediqué un guiño ligeramente trastornado a una jipiosa de esas que tanto me gustan, preciosa y con el toque rebelde de las niñas que fuman en portales para aspirar la ruptura de las pautas establecidas.

El día siguiente seguía entre la niebla. Empezaba a no recordar quién era, pero poco importaba. Tumbado en la cama y sin saber qué hora era, me preguntaba si había alguien en metros a la redonda que también lloraba con Vetusta y los días raros.

El recuerdo entró sin llamar. A veces lo hace. Ya estoy acostumbrado. No dolió. Debí haberos confesado que me estoy volviendo un poco mariquita. Me levanté como un resorte. Joder, métemela del todo, espeté. Exprimí al máximo cada detalle. Cada sensación. Volví a evocarlo como tantas noches, haciendo especial hincapié en la rabia y la confusión del momento de la confesión, para variar, como el recuerdo en sí, imaginada, reconstruida a partir de trozos de confesiones. Nada. Salté de la cama. Salí casi en estampida, sin pensar adónde iba. Sin pensar adónde iba a ir a partir de ahora. Una nueva variable, había que reorganizarlo todo. Pasé por la piscina. Orcos por doquier. Eso era una señal, no sabía si buena o mala. Entré en el supermercado, sabía lo que quería. Galletas de mantequilla. Un euro. Ponen dibujos bonitos y letras en cursiva y te cuelan aire y harina por galletas de mantequilla buenas de verdad, pero esa es otra historia. Cuando estaba pagando a la cajera, volvió a romperse el espejo.

Ojalá ella estuviera aquí.

Con otro nombre y otro cuerpo, pero ella. Parafrasear a Alejandro Sanz puede estar mal visto en determinadas situaciones sociales, me enseñó Twitter. Pero allí estaba, ¡sorpresa!, la realidad escondida entre las sábanas. Allí estaba la vuelta a la prosa, entre los niños en triciclo y padres educados entre cerveza alimentando a la barbacoa en la puerta del bungalow. Ojalá ella estuviera aquí. Cuatro palabras y sólo una pequeña poeta (sei tu che leggi), pero miles de ángeles, otros tantos de cuellos a los que engancharse, ciento y un secretos que explotan en el pecho. La echaba de menos, sirena a la que le brotaron piernas en el momento menos esperado. Claro que la echaba de menos.

Pero sólo puedes reír si realmente quieres hacerlo,

y sólo puedes soñar si te has echado una buena siesta primero.

Enseñé hace tiempo a una treintena de adolescentes confundidos a librarse de las cadenas, y la retórica volvía desde aquellos tiempos de parques (y mecánicos) para quitarme la careta a guantazos. Te está bien merecido por esconderte. He vuelto. Éstas son mis palabras, no las de viejos manuales de “aprende a conmover en dos párrafos”. La felicidad sólo es la realidad dividida entre las expectativas, sólo hay que cantar Supersubmarina hasta que la barriada entera baile al son de su-su-su-su-su cuerpo, y creer en la magia, aunque sea un timo, aunque te obligues a olvidar que los juegos de cartas son juegos de manos y que las hormonas juegan malas pasadas. La única opción es seguir andando. Todo es cambiante y hasta la más obvia de las lógicas se derrumba al crecer. Nada existe. Sólo el fuego. Aprenderás a base de golpes. Volverás a caer. Te hundirán. O al menos eso creerás tú. El mundo es una puta mierda y tú sólo estás empezando a estar jodido, trovador de manos grandes. Pero sonreirás hasta que vuelvan a doler las comisuras de los labios, porque volverás a retroceder, a saltar y a ser fuerte durante todas, todas las mañanas de lunes. Y no te equivoques: no la necesitas a ella más de lo que te necesitas a ti mismo. Y el 1% de esperanza nos mantendrá vivos, porque aunque sea fácil hasta rozar el absurdo, los bailes de máscaras nos enseñarán a no perder la cabeza.

Y ahora voy a coger un cigarro mientras la vida sigue huyendo calada tras calada. Hoy, voy a sentarme a esperar. Y que venga lo que tenga que venir. No hay recetas milagrosas ni dietas para adelgazar cinco lastres a la semana. Ojalá estuviera aquí mi niña de manos frías, para perderme en aquellos ojos enormes y marrones y seguir ignorando que todo acaba de empezar. Pero se acabó. Porque un día, echando de menos, descubrí que se podía respirar.

1 Comentário:

Anónimo dijo...

siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii

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