martes, 5 de mayo de 2009.
Siempre me he considerado un romántico, un amante de las buenas costumbres y los anticuados modales caballerescos. Un soñador frustrado, un vengador entre las sombras, en silencio. Pero a veces, el espejo tiene una grieta y se distorsiona la imagen de nosotros mismos, quizá influida por cómo queremos ser, qué imagen deseamos que se refleje en el espejo.

Iba caminando hacia un eterno destino cuándo me fijé en una margarita que yacía, solitaria, reina de un matorral lleno de hierbajos y flores resecas. A un lado del camino. Me agaché y, no sin sentirme un republicano sediento de revolución, despojé al matorral de su altiva monarca.

Me incoporé y contemplé la flor. De cerca, muchas veces la belleza se precipita de su pedestal. La distribución de los pétalos era irregular, y algunos estaban comidos por algún tipo de parásito. Pero aún así conservaba parte de su antiguo esplendor.

Me vino a la mente, como un espejismo, una imagen de mí mismo, en la puerta de alguna amante desconocida -o no tanto-. El pelo, con la raya a un lado. Chaqueta elegante. Con cara de no haber roto un plato, ofrecía mi flor a mi amada, que respondía con un -ooooooooh- a mi presente.

El rechazo fue unánime de todas las células de mi cuerpo.

"Bah" -pensé para mí mismo, arrojando mi flor hacia la fosa común de la cuneta, un final impropio para tanta magnificencia-


"¿Dónde he dejado mis viejos principios?"


Sonriendo, me recoloqué mi rebelde flequillo.

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