martes, 31 de marzo de 2009.

El otro día, y después de tanto tiempo sin hacerlo, me miraste a los ojos. Pero no fue una mirada normal, rutinaria... me entró un escalofrío cuando tus ojos se clavaron en los míos. Por un momento me quedé helado, sin poder reaccionar. Hasta que, sin quererlo, entraste en mi cabeza, y me hiciste sacar del baúl de los recuerdos momentos inolvidables...
Fue la mirada del "¿qué fue de nosotros, nena?" de las sonrisas por la mañana, del café y de sentir algo más que una nueva amistad en mi vida. De las visitas a tu clase, de las horas muertas pasadas en alternativa junto a ti. De la lluvia bajo el paraguas.
La distancia hace el olvido, dicen... y así fue. No me quise dar cuenta de que la magia se había ido, y era demasiado tarde...
Enseguida apartaste tu cara y te fuiste. Desde entonces, ansío tener la oportunidad de compartir contigo algo más que una simple (en apariencia) mirada...
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lunes, 30 de marzo de 2009.

¿Qué te ha pasado, princesa...
Alzas la mirada y tus ojos tristes me atraviesan el pecho cual sable. Tienes las manos inusualmente gélidas y tu respiración es forzosa y acompasada.
¿Ya no te acuerdas de aquellas tardes, princesa? Ya no recuerdo tu cara, tu pelo, tu extraña manera de reírme las gracias. Sólo quedan esos ojos tristes de color caramelo y una cicatriz en el corazón que me duele más con el crudo frío invernal.
Caminas lentamente y mirando el suelo. La ciudad te intimida, te achanta, te oculta. Has dejado que tome el control. Careces de aquella autoestima que te caracterizaba. Ya no me miras orgullosamente, aquella soberbia que me irritaba y me excitaba a la vez. Has cambiado, princesa... ¿o he cambiado yo?
Ya no recuerdo cuál de los botones de tu camisa caía primero ante la nerviosa habilidad de mis manos. No transmites sentimiento alguno, eres inexpresiva. Pero tus ojos me lo dicen todo. Nunca me han engañado, princesa. Son a ti a la que traicionan.
Te lo dije, muchacha de ojos tristes. Suena terriblemente vanidoso, pero te lo dije. Te dejaste llevar por tus impulsos autodestructores y no lo pusiste, o quisiste, evitar. Te estás muriendo lentamente y tus manos frías te delatan. Pero esta noche olvidarás todo, mi pequeña suicida. Tan sólo vuela, vuela alto y márchate... Si eso es lo que quieres.
...que no te veo sonreír?
Skan
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-¡Vamos, joder! –espetó desesperado al reloj-despertador de su mesita de noche. Sabía que era inútil y que, por más que descargara su furia contra el aparato, no iba a conseguir que los minutos pasaran más rápido. Pero no podía evitarlo. Llevaba meses, quizá años planeando este momento, y ahora que por fin llegaba, los segundos le parecían eternos, y una sensación de ¿angustia? ¿emoción? ¿o quizás pánico? le subía por el estómago y le oprimía el pecho.
A veces, cuando le amenazaba la soledad en las largas noches de invierno, su subconsciente jugaba a imaginar cómo sería el hipotético reencuentro: lo tenía todo perfectamente estudiado, a sabiendas de que en estos casos la improvisación es la mejor aliada. Pero nunca había sospechado que sus ilusiones se podían convertir en realidad, después de tantos años… hasta que recibió ese inesperado mensaje que había dado un vuelco a sus expectativas de futuro.

Miró de nuevo el reloj. Llegaba la hora. Unas súbitas arcadas le revolvieron el estómago. Había dejado todo listo desde hacía más de una hora, y desde entonces no dejaba de dar vueltas al dormitorio y su mente era un constante ir y venir de posibles situaciones, de indeseados imprevistos que podían ocurrir aquella noche. En sus manos, sudadas y temblorosas, las uñas brillaban, pero por su ausencia. Realmente tenía ansiedad, pero todo habrá merecido la pena si lograba encontrar las respuestas a las preguntas que se hacía en las interminables noches de alcohol y lágrimas…

Ding, dong. Por fin. Inspiró profundamente y las mariposas volaron para no volver. Una serenidad inusitada se apoderó de él y, dirigiendo una última mirada al reloj -5 minutos tarde- y rogando al cielo que el miedo escénico no lo dominara, se dispuso a abrir la puerta.

No pudo evitar un grito de sorpresa al contemplar el rostro que intentaba esbozar una sonrisa delante suya.

Definitivamente, era ella. El brillo de sus ojos la delataba, pero era lo único que podía distinguir de la joven alegre y vivaz de otros tiempos.

Logró controlar el impulso de cerrar la puerta y huir. Tenía la mitad del cuerpo paralizada, y se notaba con claridad en su cara. La carne de la parte dañada colgaba flácida e inerte, y formaba en su rostro una mueca cuanto menos dantesca. El pelo en algunas zonas de su cuero cabelludo no crecía, sin duda fruto de una grave quemadura. Necesitaba bastón, y sus ropas eran grandes y desgastadas. El chico logró distinguir la chaqueta raída que se llevó la última noche de su casa, que en sus hombros resultaba desmesuradamente ancha.

Y, a pesar de todo, la chica lograba sonreír.

Al joven le temblaba incontroladamente el cuerpo. Intentó balbucear algo, pero la chica levantó un brazo y le llevó un dedo a los labios. La media sonrisa desapareció de su rostro.

-Lo siento. –Su voz sonaba firme y segura, aunque más grave de lo que recordaba- Lo siento mucho, Tom.

-Pe… pe… pero… como… ¿PO-POR QUÉ? ¿POR QUÉ, KAREN? –Tom había encontrado las palabras exactas. Un remolino de sentimientos bullía dentro del chico… alegría, rabia, confusión, y miedo…

-Es una larga historia –dijo Karen- Ahora, ¿por qué no hacemos como si me hubieras invitado a entrar en tu casa, Tommy? Parece acogedora.- Con paso decidido, apartó a Tom y entró al recibidor.

Tom no pudo evitar un escalofrío al recordar su diminutivo. Hacía diez años que nadie lo pronunciaba.



Karen miraba a todos lados inquisitivamente, como si quisiera examinar cada rincón del salón en el que se encontraba. A continuación, se sentó en una de las dos sillas junto a la mesa preparada para la ocasión –como si estuviera en su casa- e invitó al chico a sentarse.
Tom no podía salir de su asombro. Miles de preguntas se amontonaban en su cerebro, y no sabía cuál podía ser la primera. Caminando con andares torpes, se sentó en la silla y miró hacia abajo, como si evitara la mirada de la joven.
Intentó explicarle que se había sentido el hombre más desafortunado del mundo desde su desaparición, intentó explicarle que necesitaba somníferos para dormir por su culpa, intentó explicarle que llevaba una vida de obsesión hacia su recuerdo, y, sobretodo, intentó preguntarle por qué se había ido tan súbitamente y… qué le había pasado.

-Que-que-que… que… -era inútil. Las palabras no salían de su boca. Sin duda, la sorpresa de su rostro desconfigurado y su aspecto desmejorado lo había conmocionado. No era lo que esperaba.

-Supongo que te preguntarás por qué tengo media cara paralizada. Y supongo que desearás escuchar la razón por la que desaparecí de tu vida, cuando éramos tan felices juntos.

-S-s-s-s-s… sí. –Tom agradeció que se expresara de su parte. El era incapaz. Se hallaba inmerso en una dura batalla contra una lágrima que, a pedales, intentaba caer en su regazo.

- Aquella mañana salí de tu cama silenciosamente para no despertarte, me vestí y me fui al trabajo. Sabes que no podía llegar tarde. Cogí el coche, y… tuve un accidente. – Tom levantó la mirada, y le sorprendió no ver ni un ápice de debilidad en esos ojos verdes que tan bien conocía. Algo no le cuadraba- Aquella noche hicimos de todo menos dormir, así que el sueño me venció y perdí el control del coche en plena autopista. Di varias vueltas de campana y el coche explotó. Aún doy gracias a Dios por estar hoy aquí, hablando contigo. Si no fuera porque me sacaron a tiempo de aquel infierno, no podría contarlo.

- Pe-pero… ¿por qué yo nunca supe nada de eso?-dijo Tom- Supuse que te habías cansado de mis idas y venidas, de mi carácter i-inestable…

-Tenía miedo, Tommy, mucho miedo. –aquellos ojos verdes empezaban a ceder ante el llanto- Cuando me desperté del coma y vi mi cuerpo, paralizado y chamuscado, me entró pánico de… perderte. Te amaba, y te amo, más que a mi propia existencia, y no podía soportar la idea de que me rechazaras por todo lo que había pasado. Supliqué a los médicos que no te avisaran ni te dijeran nada, y corté todas tus llamadas. Era débil.

-Pero ya veo que has cambiado. ¿Qué fue de aquella niña despreocupada, sensible e inocente?

-Me la dejé en el hospital. –Tom aún seguía buscando en su mirada algún rastro de ella, pero era inútil- Creo que, durante todo el tiempo que estuve ingresada, tuve tiempo para reflexionar y para madurar como persona. El accidente me ha hecho más fuerte. Me di cuenta que había cometido el error de mi vida al esconderme de mis propios problemas, y he estado preparándome mentalmente para nuestro reencuentro. Al fin y al cabo, no hay mejor profesor que el error. Creo que te merecías saber porqué me marché de tu vida así, súbitamente. Ahora tengo la… -Karen dio un suspiro largo y prolongado- conciencia tranquila.

Dicho esto, la chica se levantó y, sin mediar palabra, se dirigió hacia la puerta. Fue coger el picaporte cuando escuchó una voz que le sobresaltó:

-¿Adónde vas? –Karen no sabía que contestar. No se lo esperaba.

-Ah, ya veo. Creías que después de tanto tiempo esperando, de noches perdidas, de botellas vaciadas, te ibas a presentar en mi casa y podrías marcharte así como así. ¡Mira esa foto! –Tom señaló a la pared, donde dos jóvenes sonreían felices en una fotografía colgada- ¿Acaso creías que puedo olvidarte tan fácilmente?

-Pe-pero…. ¡Tom! ¡Mira esta cara! ¡No puedo evitar llorar cuando me veo en un espejo! No-no-no podría…

-Al final no has cambiado tanto como creí a primera vista, nena. Sigues siendo la de siempre. No me enamoré de tu pelo, de tu cara, de tu cuerpo. Me enamoré de tus ojos, de tu sonrisa. Afortunadamente eso no ha cambiado. –La primera lágrima resbalaba por el rostro dañado de la chica- Y, si no llegas a decir lo que acabas de decir, habría creído que me habían robado a la chica superficial, despreocupada, vanidosa e inocente que me conquistó hace ya bastantes años.

-Lo que de verdad me ha sorprendido es que tú no llegaras a conocerme tan bien como te conozco yo a ti. ¿De verdad creías que yo era tan superficial?

-Sécate esas lágrimas, rubia. –La mano de Tom, de una caricia, las recogió suavemente- Y ahora, ¿por qué no hacemos como si nada hubiera pasado?... Ding Dong…

Ding, dong. Mierda. Se había quedado dormido encima de la cama. Medio sonámbulo, fue a recibir a la visita.

-¡Hola, Tommy!- Ese tono de voz le resultaba inconfundible. Una cabellera rubia se abalanzó a su regazo- ¿Cómo estás? Ha pasado tanto tiempo…

Y mientras Karen insistía en volver a retomar las cosas por donde estaban –pero no del modo en que Tom quería- el chico cayó en la cuenta de que había sido un estúpido esperándola tanto tiempo. Y, con un suspiro de resignación, pensó que ojalá se hubiera encontrado con aquel rostro desfigurado de nuevo al abrir la puerta.


Skan
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