domingo, 12 de abril de 2009.

Allá en lo alto, sobre aquel infierno de ametralladoras y cañones, sobre donde la muerte extendía su gélido campo de putrefacción e inmundicia, un tímido sol empezaba a despuntar sobre el horizonte. George entornó los ojos para observar el que seguramente sería el último amanecer del que podría disfrutar.



Observó a su alrededor. En la trinchera, decenas de hombres como él aguardaban a la señal del general para iniciar la ofensiva. Parecían firmes y serenos, pero se adivinaba el miedo en sus ojos. Ojos curados de espanto, ojos acostumbrados a ver cómo sus compañeros caían uno tras otro, a ver cómo sus tripas se esparcían por el campo de batalla. Pero ojos humanos, al fin y al cabo. De una calidez inusitada.



Cada uno de esos soldados tenía una vida a sus espaldas y una familia que rezaba por su regreso. George se estremeció al pensar en todas esas vidas humanas que serían sesgadas sin previo aviso, bajo el implacable fuego enemigo, a manos de una muerte mal disimulada tras el frío acero de las balas alemanas. Esos hombres no podrán abrazar a sus hijos, besar a sus mujeres, arrancar una hoja más del calendario de sus existencias. No podrán disfrutar de un soplo de aire fresco, de una sonrisa, de un amanecer. No podrán inspirar con seguridad y afirmar que están vivos un día más. Porque no lo estarán.

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