miércoles, 29 de abril de 2009.

Relato ganador del segundo premio del Certamen Literario 2009 del IES Universidad Laboral.
Me despertó una extraña sensación de soledad y un picor inusual en la espalda. Podéis imaginar cual fue mi sorpresa al descubrir que, justo encima de mis omóplatos, dos bolas de un extraño material, suave y liso, habían nacido donde antes sólo se encontraba mi piel.
Había sido elegido.
Acepté la existencia de mis nuevas alas con una mezcla de admiración y auténtico pánico, y poco a poco aprendí a cuidarlas y arreglarlas, como una parte más de mi cuerpo. Todas las mañanas les dedicaba parte de mi tiempo, ya fuera saneándolas o pasando horas delante del espejo, admirando su vigor, su fuerza, sus ganas de crecer. A veces me daba la sensación de que formaban parte de un ente separado de mi ser, un parásito que me absorbía la fuerza vital.
Siempre me he considerado una persona vanidosa. Poco a poco fui confesando a mis amistades más íntimas mi nuevo atributo físico. Desplegaba mis alas y les preguntaba, con una sonrisa de suficiencia: “¿Qué te parecen?”. Disfrutaba con sus muecas de asombro, con sus cuchicheos envidiosos. Muchos me solían preguntar “Ahora… ¿Qué vas a hacer?” pero ya me sobraría tiempo después para preocuparme de esa cuestión. Sabía que algún día tendría que tomar esa decisión.
Una mañana gélida de febrero estaba realizando mis labores habituales de higiene alada cuando caí en la cuenta, sentado enfrente del espejo, de que mis alas ya estaban listas para aquella decisión. Lucían grandes y espléndidas, y ya habían alcanzado el diámetro necesario. Eufórico y con las alas desplegadas orgullosamente, me dirigí hacia el precipicio con paso firme.
Estaba preparado.
¿Estaba preparado?
Bajo mis pies, un inmenso y sobrecogedor abismo se extendía hasta el infinito. Mi vista no alcanzaba a ver el final. Una inestable y raída escalera subía desde el fondo de la nada hasta el peñasco donde me encontraba.
Sobre mi cabeza, miles de seres alados revoloteaban entre las nubes. Reían, jugaban, disfrutaban de su sensación de libertad. De vez en cuando, uno de ellos caía sin fuerzas, y se perdía en el inexpugnable vacío. Era un espectáculo tan maravilloso como dantesco.
El infierno y el paraíso, el bien y el mal, el alfa y el omega. Binomio.
De repente, vi como un ser alado se precipitó cerca de donde yo me hallaba. Rápidamente, extendí mi mano y logró aferrarse a ella. Con esfuerzo, subió al peñasco. Lo había salvado de una caída y de una recuperación con peldaños no muy seguros.
-Gracias- dijo.
Sólo musitó una palabra, pero me sobrecogió la sinceridad con la que la pronunció. Me quedé absorto por un segundo admirando la textura de su piel, el brillo de sus ojos, su mirada, sus alas y, sobretodo, el aura de felicidad que irradiaba. Era especial.
Me sorprendió que, instintivamente, mis alas se replegaron ante la presencia de aquel ser. Me dirigió una última mirada, como si sospechara algo de mi condición alada, y con una sonrisa en los labios y de un enérgico salto, volvió a su hábitat natural.
Mientras lo veía agitar sus alas y dibujar piruetas en el aire, me invadió el deseo de saltar yo también y, agitando mis nuevas extremidades, reunirme con aquel ser y, cogiéndolo de la mano, volar juntos. Hacia una nueva vida, un nuevo amanecer.
Pero no pude.
Me quedé allí plantado, con las piernas temblando.
¿Y si no era capaz? ¿Y si no daba la talla?
¿Y si mis alas no eran lo suficientemente fuertes?
¿Y si caía sin remedio hacia el abismo, sin la compañía de mi nuevo amigo?
Y así, día tras día, iba cada mañana al precipicio a contemplar a aquel ser, que destacaba entre todos los demás, mientras dudaba entre saltar al vacío o no. Entre optar a la maravillosa sensación de sentir el viento cortando mi cara, con la posibilidad de caer a un vacío sin final, y acariciar el firme, seguro y aburrido suelo. La caída desde el suelo no es grande. Pero… ¿merecía la pena vivir limitado por las invisibles cadenas de la madre Tierra?
Y así, mi rutina estaba marcada por la visita diaria al risco y mi debate interno, cuando recibí una inesperada visita.
Un joven se había sentado allí conmigo. Me devolvió la mirada, llena de comprensión. No medió palabra conmigo, pero parecía decir “¿Te vienes?”
Me extendió un brazo, pero no se lo cogí.
Encogió los hombros y, sin pensárselo dos veces, ni tres, ni cuatro… saltó.
Al principio parecía que sus alas le fallaban. Pero justo cuando su cuerpo comenzaba a descender, dio un fuerte aletazo y se elevó bruscamente.
Y, en los cielos, el misterioso ser alado lo esperaba con una sonrisa en los labios. Se cogieron las manos y echaron a volar, lejos, muy lejos. Hasta que sólo quedó de ellos un minúsculo punto en mi retina.
Con lágrimas en los ojos, volví a mi casa. Encontré en el cajón unas grandes tijeras negras. Esta vez no cabía en mí ningún rastro de duda. De un fuerte tijeretazo, mi ala, ya inerte, cayó al suelo con un golpe seco.
Un aullido de dolor se escuchó en los alrededores.
A la mañana siguiente descubrí para mi asombro que no sólo mi empeño de dejar de ser alado había fracasado, sino que ahora poseía unas alas más fuertes y grandes.
Una rabia incontrolable se apoderó de mi ser y, a bocado limpio, desgarré mis alas hasta que sólo quedó un amasijo de plumas y carne, que corté con las tijeras. Pero era inútil. Cada vez que las cortaba, a la mañana siguiente allí estaban, desafiantes y virilmente orgullosas.
Comprendí que, por más que me negara, el instinto de mi cuerpo de volar era irrefrenable. Así que sólo podía hacer una cosa.
Con sumo cuidado, las doblé suavemente, una pluma encima de otra, hasta que cupieron en la palma de mi mano. Y las guardé en un rincón de mi corazón.
La gente me miraba al pasar y me preguntaba “Pero… ¿qué fue de tus alas?” “Desaparecieron” contestaba yo, con una enigmática sonrisa, porque yo era consciente de que, por mucho que engañara, por mucho que intentara engañarme a mí mismo, las alas seguían estando dentro de mí y no lo podía evitar.
Y, a veces, cuando el ser alado bajaba de los cielos para conversar conmigo, una caprichosa pluma se escapaba de su cárcel y revoloteaba sobre nuestras cabezas, pero mis reflejos la capturaban antes de que mi acompañante sospechara nada. Cuando levantaba el vuelo y se reunía con su pareja, aquel joven que sí se había atrevido a saltar, una lágrima mojaba el risco donde cada mañana me sentaba a contemplar el firmamento y sus habitantes. Pero me consolaba saber que, si no hubiera sido capaz, no podría tener un contacto con el ser que me iluminaba, que hacía mi vida tan llevadera y a la vez tan tortuosa.
Y así fue como pasé de unas alas desplegadas, egocéntricas y poderosas, a rehusar de ese don, de esa bendición por… sentido común, lo llaman unos. Cobardía, lo llaman otros.
Espero que tú, lector, seas consciente de que si alguna mañana te despiertas con plumas en los omóplatos, tarde o temprano tendrás que enfrentarte a la decisión de quedarte en tierra firme, disfrutando de una estabilidad segura, o volar, y disfrutar de la libertad. Efímera e inestable, pero libertad al fin y al cabo.
Tú ya conoces cuál fue mi elección. Tengo a la seguridad por compañía, para bien o para mal. A veces me arrepiento, a veces una oscura sensación de superioridad me invade cuando llegan a mis brazos voladores estrellados, que se atrevieron a volar y no pudieron. Pero también debes ser consciente que si no saltas, vivirás con la duda de si eres capaz… o incapaz.
Ahora te toca a ti.


¿Saltas?
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martes, 28 de abril de 2009.


Me encontré en un paraíso perdido de flores sin príncipe azul y princesas de papel.
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sábado, 25 de abril de 2009.
Un folio arrugado bajo la férrea presión de mi puño. Casi no logro vislumbrar una letra cursiva, con carácter, casi masculina... que hicieron aflorar en mí la esperanza, las ganas de vivir, arrebatadas en un frío vendaval del porvenir.


Rabia. Impotencia. Arrecia la lluvia. Las olas marcan mi destino.


Grito. Enfrente de mí, el mar se enfurece y se rebela. Me acerco a la línea de costa y dejo que la marea me golpee violentamente, como un niño juguetón que no sabe controlar su fuerza. Lanzo a la deriva una botella vacía. Sin mensaje. Creí ver tus ojos en el horizonte.


Desesperanza. Miedo. Un trozo de cielo, un rayo de sol. Un muro imperturbable.


Hundo mis rodillas en la arena mojada y me entrego a la furia de la tormenta. Las lágrimas no obtienen la atención necesaria y pasan desapercibidas entre el agua salina del océano, que cubre mi cuerpo. Inesperadamente, una mano se posa en mi hombro y me hace ver lo que hace escasos minutos estaba cubierto por espesos nubarrones. Cuando alzo la cabeza para reconocer a mi acompañante, recibo una seca bofetada que me tira de bruces al suelo.
Sólo alcanzo a ver un par de pies alejándose y formando pisadas que serán borradas de inmedato por la caricia intermitente del mar. La arena está fría bajo mi rostro. Comienza a llover.


Éxtasis. Abismo. Soledad. Éxtasis.


Un vaso de whisky se rompe contra la pared. La inocente almohada sufre la puesta en marcha de mis amenazas. Las palabras salen muertas de mi pluma, vacías, huecas. Impulsivamente, casi obsesivamente, miro el móvil, aún a sabiendas de que no he recibido nada nuevo. La rabia contenida se transforma en llanto, y me vuelvo a jurar que cambiaré de vida, que saldré del agujero, que volveré a nacer.


Pero no alcanzo.



[Intentaré poco a poco recuperar la cabeza...




"Te contaré un secreto, manito. No existe la otra acera. Creo que te va a tocar derrumbar el muro".




Y aunque me apunto, nunca disparo... siempre me suelo perdonar]


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jueves, 23 de abril de 2009.

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Posidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.
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domingo, 12 de abril de 2009.
Me miras.
Logro ver mis ojos en el reflejo de los tuyos. Me atraviesas con la mirada, me hundes un puñal en el pecho. Por un instante, sólo alcanzo a comprender tu existencia y la mía, que se acercan lentamente, que juegan a conocerse, a explorarse mutuamente, a amarse. No vislumbro ningún otro elemento ajeno a esos ojos color caramelo que me desafían y me excitan. Ya no tienen sentido todas aquellas nimiedades, aquellas superfluas preocupaciones. No me interesa el mundo exterior. Sólo alcanzo a adentrarme un poco más, braza a braza, en la vasta inmensidad de tus pupilas, y dejar suavemente que me lleve la marea hasta recónditos rincones de tu ser.
Me abrazas, y nuestras existencias se unen en una sola. Puedo sentir como nuestra simbiosis va mucho más allá de lo meramente físico. Has aprendido a intuir mi estado de ánimo colocando tu oído sobre mi pecho –como muchas otras veces- y escuchando el ritmo de mi corazón, notando el compás de mi respiración. Desconoces que el metrónomo se disloca cuando estás cerca. Comprendo que eres la pieza que me faltaba en el puzle de mi felicidad, de mi completo bienestar. Efímera, al fin y al cabo, pero felicidad.
Me besas, y múltiples puñales se adentran en mi estómago, uno detrás de otro. El frío tacto de tus labios recorre mi cuerpo como una brisa helada. Nuestros labios inician un extraño ritual, un juego inocente, un intercambio de golpes. La simbiosis alcanza su cénit, su punto álgido, y soy incapaz de distinguir entre tú y yo, dos almas tan aparentemente distintas entre sí. Llevas la iniciativa –como muchas otras veces- y me limito a seguir tus pasos en el baile con pasos torpes, me limito a encajar los golpes sin rechistar. Nunca una sumisión había sido tan siniestramente atractiva, tan placentera. Tan mortal.
Bajas la mirada.
Los puñales ensangrentados salen de mi cuerpo, uno detrás de otro. Ya no noto el tacto del frío acero en mi interior, pero la herida sigue latente y comienzo a notar las punzadas de dolor. Te retiras, tu alma se aleja y el velo oscuro vuelve a su sitio. Las olas me devuelven a la orilla, el metrónomo vuelve a su monótona rutina, el puzle está desordenado de nuevo. De repente todo vuelve a cobrar un triste significado, una humillante realidad que me recuerda lo fugaz de mi aparente felicidad.


Skan

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Allá en lo alto, sobre aquel infierno de ametralladoras y cañones, sobre donde la muerte extendía su gélido campo de putrefacción e inmundicia, un tímido sol empezaba a despuntar sobre el horizonte. George entornó los ojos para observar el que seguramente sería el último amanecer del que podría disfrutar.



Observó a su alrededor. En la trinchera, decenas de hombres como él aguardaban a la señal del general para iniciar la ofensiva. Parecían firmes y serenos, pero se adivinaba el miedo en sus ojos. Ojos curados de espanto, ojos acostumbrados a ver cómo sus compañeros caían uno tras otro, a ver cómo sus tripas se esparcían por el campo de batalla. Pero ojos humanos, al fin y al cabo. De una calidez inusitada.



Cada uno de esos soldados tenía una vida a sus espaldas y una familia que rezaba por su regreso. George se estremeció al pensar en todas esas vidas humanas que serían sesgadas sin previo aviso, bajo el implacable fuego enemigo, a manos de una muerte mal disimulada tras el frío acero de las balas alemanas. Esos hombres no podrán abrazar a sus hijos, besar a sus mujeres, arrancar una hoja más del calendario de sus existencias. No podrán disfrutar de un soplo de aire fresco, de una sonrisa, de un amanecer. No podrán inspirar con seguridad y afirmar que están vivos un día más. Porque no lo estarán.
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viernes, 3 de abril de 2009.

Puente de unión entre el goteo incesante de ideas de mi desordenada mente y el frío y liso tacto del papel, entrada a un vacío... infinito, sobrecogedor, amenazante... expectante de una nueva y cruenta lucha entre mi imaginación y la realidad.
Una danza elegante y sin pausa, cuya música de fondo es un rasgueo maravillosamente familiar.
Puerta de escape a la inclemencia de la rutina. Historias que nunca antes han sido relatadas, amores posibles e imposibles, confesiones inconfesables. Cartas de reconciliación, de recuerdos, de aversión declarada. Registro de lo maravilloso que puede llegar a ser el psique humano.
Amigo siempre dispuesto a escuchar, conocedor de mis debilidades. Manual de supervivencia. Desatador de furiosas tormentas, restablecedor de la calma y la tranquilidad.
Ventana abierta a los caprichos de una vida.
Lágrimas derramadas. Esquinas carbonizadas.
Medio de transporte.
Aliado. Enemigo.
Soledad.
Skan
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miércoles, 1 de abril de 2009.



-Vamos. No te hagas de rogar, por favor.


-No quiero.


En los ojos de la chica se antojaba un deje de súplica que había reemplazado a la mirada furiosa que hace segundos le dirigía. La noche extendía su manto de oscuridad, que a falta de la Luna y de una farola en aquellas calles solitarias e incluso tétricas, era más amenazante aún.


-No quiero. Por favor, no me... obligues. Qui-quiero dejarlo ya - suplicó Jack. Le temblaba la voz.


-Siempre has sido igual, Jackie. Desde que te conocí. Siempre tan... cobarde.


-No-no soy cobarde!


-¿Ah no, pequeño Jackie? Podríamos haber sido felices, podríamos haber vivido exentos de miedos, de problemas y preocupaciones. Pero tú y tu estúpido instinto de supervivencia no te dejan ver lo evidente.


-¿A-a qué te refieres?- El chico miraba insistentemente a todos lados, como si temiera ver salir de la oscuridad un monstruo en cualquier momento- ¿Qué es lo e-evidente?


-Para superar retos, para avanzar, para lograr tus sueños... hay que sufrir riesgos, Jack. Hay que adentrarse en lo desconocido. Pero, ¿Por qué el pequeño Jackie va a despegarse de su acogedora y a-bu-rri-da rutina?


-¡Siempre igual, Cris! ¿No te das cuenta de que, a fin de cuentas, no estamos tan mal? ¿Para qué hay que arriesgarse y exponerse al peligro? ¿Es que no amas la vida? No merece la pena, cielo... ahora, por favor, volvamos.


-¿No... no... no merece la pena? -El destello furioso había vuelto a los ojos de Cris- Vale.-


Soltó la mano de Jack y echó a andar por aquella siniestra calle. Sin mirar atrás.




Skan
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Te invito a otro mundo. Un mundo donde las sonrisas estén a la orden del día. Donde los sueños no se vean amenazados por el futuro. Donde podamos volar sin miedo a caer. Sin miedo al qué dirán.
Te invito a pisar los charcos. A saltar, a gritar, a desafiar al silencio. Te invito a pasar otra vida, sin ataduras innecesarias al reloj. Te enseñaré a vivir el presente, a improvisar, a disfrutar de los pequeños momentos que pasan desapercibidos en el bullicio constante de la era moderna. Te mostraré que no hace falta demasiado para ser feliz.Te invito a vivir una vida diferente.
¿Te vienes?
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